La sabiduría ancestral de la medicina tradicional china no separa el universo de las emociones de la realidad física del cuerpo. Cada órgano es la materialización de una corriente de energía inteligente, que comprende desde la expresión emocional hasta la función síquica. En esta cosmovisión, el miedo afecta el riñón, la ira altera la función normal del hígado y el exceso de alegría desordena el corazón. La tristeza puede también afectar la función del pulmón y la obsesión al bazo. Parecería una creencia arbitraria, pero el inmenso valor práctico de mirar la mente y el cuerpo, no como una dualidad, sino como un campo unificado de conciencia, ha puesto hoy sobre el tapete la necesidad de integrar las antiguas cosmovisiones a nuestra visión occidental, en una visión integral que restaure esa unidad, que un día parecimos perder entre los detalles de las super-especializaciones. Nada está separado de nada, lo que vemos es una emergencia de una red cuántica densamente interconectada, cuya consecuencia es la conectividad entretejida de los organismos vivos. Y el hombre es la cúspide de esa maravillosa conectividad, en la que todo se relaciona con todo lo otro y cada parte es un reflejo de la totalidad. En cada espacio del vacío, el programa del universo. En cada célula, el programa del organismo completo. En esta perspectiva, no hay enfermedades locales, todos los síntomas son manifestaciones de una alteración sistémica. La ciencia de los sistemas nos enseña a ver el organismo como un conjunto de componentes indivisibles, comunicados armónicamente entre sí.
La clave de la salud de individuos, familias y sociedades es la comunicación armónica, pues más que en un cuerpo, vivimos en nuestro lenguaje, en nuestras creencias y en nuestra cultura, al igual que en los patrones de relación entre moléculas, corrientes eléctricas y campos magnéticos. Todos ellos, son expresión de un campo unificado: la conciencia. En la vida, la conciencia se expresa a través de procesos de aprendizaje y, como si el sentido de la vida fuera aprender, las emociones mismas constituyeran un valioso método de aprendizaje.
Si pudiéramos apreciar cómo en cada emoción, con cada alegría, detrás de cada dolor, existe una lección por aprender, nos liberaríamos de la forma más sutil de ignorancia: el analfabetismo emocional. Así, en lugar de temer y reprimir nuestros impulsos, podríamos canalizarlos, descubrir que las emociones destructivas son sólo emociones retenidas, que algún día se desbordan y nos poseen; podríamos tomar posesión de nuestro potencial emocional para que, por fin, el jinete de nuestra mente pueda hacerse amigo de la bestia, el caballo de las emociones. Esta es la propuesta de una auténtica Psicología, entendida como ciencia del alma humana. En esa Psicología, ya propuesta por el psiquiatra italiano Roberto Assagiolli, padre de la Psicosíntesis, los impulsos emocionales primitivos son sólo la materia prima de emociones superiores. Eros se une a Logos en nuestro propio ego, en una especie de síntesis entre el inconsciente personal y el inconsciente transpersonal.
En esta perspectiva, el temor inteligentemente canalizado nos puede ayudar a aprender la lección de la prudencia. Cuando la ira no es reprimida ni desbordada, nos conduce, desde la autoafirmación, hasta el sentido de la justicia y el heroísmo de ese guerrero que en nosotros ha incorporado el arquetipo del noble caballero. La alegría nos puede conducir a la gracia, la gratitud y la levedad, una conquista de aquel que piensa, siente y actúa de corazón. La tristeza nos puede llevar a la profundidad interior de la serenidad y la obsesión podría ser tan sólo la materia prima de la consagración, ese estado de conciencia en que nuestra vida vuelve a ser sagrada.
Las emociones no son buenas o malas en sí mismas, pues son preciosas estrategias de aprendizaje en nuestra vida.
Jorge Carvajal Posada